Detesto la vejez, detesto sus achaques, sus miserias, en especial, en una anònima
sociedad que glorifica la juventud. Yo tambièn fui joven, yo tambièn anduve de parrandapor las calles de la noche, al final de la noche, bajo un cielo tachonado de estrellas, llena
la luna, plena, fantasmal, como en un poema de Antonio Machado, el intitulado justamente
Noche de verano. Yo tambièn me encamè con las hipnotizantes muchachas en los màs
sòrdidos hoteles pobres, mientras afuera llovìa a torrentes y adentro de la habitaciòn en
cuestiòn, hacìamos toda clase de cosas màs o menos pecaminosas: hablar, besarnos
y nada podìa con nosotros, ni siquiera la lluvia, el torrente desatado por la ciudad.
Eso fue todo o casi todo: poesìa, poemas, talleres mecànicos y literarios, mujeres, sexo
implìcito y/o explìcito, achaques, añicos, astillas: toda clase de objetos por todas partes,
màgicos rigores borgeanos (o borgeseanos) y en la ciudad doliente, mi juventud a campo
traviesa. Mi juventud que amò a diestra y siniestra, en las madrugadas o bajo el sol del
mediodia; en el invierno màs infernal por lo gèlido: castillos de hielo y un ventanal enfrente
del porteño hipòdromo, un unicornio no azul sino codiciado epistolarmente por Manucho.
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